Jennette, en el lecho de muerte de su mamá, intenta traerla de vuelta a la vida diciéndole que finalmente pesa 40 kilos. Que lo logró. Sin embargo, ella no abre los ojos. Sino que por el contrario, está dejando la vida con cada segundo que pasa.
Qué difícil es hacer feliz a una mamá.
Yo miré siempre con envidia a esas madres fáciles que con tazas hechas de conchitas de pasta se ponían a llorar de emoción. Yo nunca recibí esa mirada cándida. Esa aprobación. Ese aprecio. Por el contrario, siempre estaba en deuda. Y así se me pasó la vida, como se pasan las páginas de este libro ('I'm glad my mom died' 2023), con una ansiedad y velocidad insensible. Con esa fatiga de la que busca pero no encuentra. Una maldita distancia entre ella y yo que se pronuncia con los años.
Jennette muestra en cada capítulo cómo desaparece ella y se difumina bajo la sombra de las pretensiones maternas. No se hace la víctima. Pero hay mamás a las que les basta un dibujo mediocre hecho con crayones y hay otras que esperan más. Que necesitan más. Que viven a través tuyo por más.
Esto no es un reclamo -y su libro tampoco- sino que es más bien un desahogo. Una enumeración de cosas que salen cuando uno va a terapia y se da cuenta de que los problemas no son con la figura ausente, sino con la que siempre estuvo más cerca. Porque no se puede bailar con los fantasmas, sino con los vivos.
Me aterra maternar por eso. Porque no quisiera que alguien, años después, escriba un artículo diciendo que le cagué la vida. Que desembolsa doscientos dólares al mes en terapia para encontrarse. Para dejar de correr detrás de todos esos intentos por ser la elegida de la mamá, aún en su adultez.
Mi mamá no me ve nunca y cuando lo hace todavía me examina. Me pone a prueba. Y pone a prueba mi paciencia. Si me saca de quicio, ganó ella y perdí yo. Si habla de mi cuerpo y lo resiento, gana ella y pierdo yo. Si critica cómo trato a los hombres con los que me vinculo y eso me duele, un punto para ella y una resta para mí. Por eso, esos encuentros que son cada dos meses, en los que me dice que no la llamo lo suficiente por lo demás, no suelen durar más de tres horas.
Poniendo a prueba todo lo que aprendí en terapia respiro. Inhalo. Exhalo. Lo hago otra vez, con más intensidad. Me muerdo la lengua porque no quiero herirla con algún comentario ácido, pero tampoco puedo decirle ‘Te amo’. Entonces opto por el silencio y por poner una mueca que no puede leer.
La abrazo fuerte al final, en la despedida, y siento su olor y es mi casa. Y por unos minutos olvido gran parte de las cosas que me hacen crecer este resentimiento. Siento calma. Es mi mamá, es la única que tengo. Y de esa calma vuelvo al pensamiento angustioso de ‘¿Y si algún día yo soy lo que ella quiere y ella es lo que yo quiero?'
La veo desaparecer a lo lejos y ahora sí, esta vez llega la calma. Puedo descansar. Puedo volver a ser esta versión que me hace más feliz a mí que a ella.
Jennette despide a su mamá, pero antes de dejarla ir le pasa la cuenta. No leo odio en lo que le dice. Tampoco le recrimina o la encara. Es más bien un anecdotario de lo difícil que es sostener este vínculo primario y lo necesario que es para ella suspirar y entender que no había nada de malo con su propia existencia. Que no tenía que cumplir con sus expectativas y que con la muerte de la mamá, muere también una parte difícil de su propia historia.
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