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Chloe Poulangeon

El desalojo tocó la campana del colegio

El 4 de junio, Benjamín, un niño de nueve años, vio cómo retroexcavadoras derribaban su casa en una toma de Quilicura. En ese instante perdió su hogar y la continuidad de sus estudios. Junto a su madre tuvo que mudarse a otra comuna, lejos del liceo al que asistía cada día y la educación quedó en la cola de las prioridades. Hoy es uno de los más de 50 mil niños fuera del sistema educativo, expulsado de las aulas tras ser desalojado de su barrio.


Sentada en el borde de una silla, con las manos temblorosas, Fabiola evita el contacto visual mientras cuenta esta historia. Su voz es baja, quebrada, como si en cada palabra existiera una posibilidad de perder una de las únicas cosas que le quedan. No quiere que nadie sepa su nombre ni el de su hijo.  “Fui a pedir ayuda a la municipalidad porque ya no cachaba qué más hacer”, susurra, “le conté a la trabajadora social que Benjamín ya no podía ir al liceo desde el desalojo  y me respondió que si no iba al colegio, me lo iban a quitar”.  Lo último que le recomendó, antes de darle la espalda, fue “si no puedes con él, quizá sea mejor que lo cuide alguien que sí pueda”.  


El 4 de junio a las 8:30 de la mañana, el campamento Mauricio Fredes de la comuna de Quilicura, fue desalojado. El rugido de las máquinas y retroexcavadoras resonó en cada rincón de las viviendas de hojalata, mezclado con los gritos y las órdenes de las autoridades. Los vecinos, aferrados a quedarse, levantaron barricadas y expresaron su descontento, acompañados por un viejo e inquebrantable miedo a un círculo de pobreza del que pensaron haber salido.


Fabiola dice que cuando esto pasó, su hijo de nueve años expresó con frustración: “No sé por qué me pasa esto”, como si él tuviera algún tipo de responsabilidad. Ella lo abrazó fuerte. El desmantelamiento del campamento marcó el inicio de una serie de traslados para él y su madre. Se acurrucaron bajo tres techos distintos en menos de dos meses. Pero su mochila de Spiderman siempre estuvo tal y como se encontraba el día en que se vieron forzados a salir de Quilicura: con sus útiles listos.


Benjamín tiene nueve años y en los últimos meses ha vivido en más de tres casas transitorias con su mamá, mientras encuentran un hogar. Él ya no va al colegio.


Y aunque la preocupación durante toda esa temporada fue encontrar un lugar dónde resguardarse, otro problema que surgió ante cada reubicación fue el retroceso en su proceso de reintegración en el sistema educacional. Generando su primera deserción escolar. “Al principio, cuando entendió que no iba a volver, me miraba con esos ojitos llenos de preguntas que yo no podía responder … ‘¿Y mis compañeros, mamá?’, me preguntó harto tiempo por esos cabros”, recuerda Fabiola.


Hoy, esta madre soltera y su hijo viven en un nuevo campamento ubicado en la periferia de Lampa. Son pocos los parques cercanos, los paraderos de locomoción pública son casi inexistentes y el liceo más cercano está a  kilómetros. Fabiola dice que ya no sabe qué hacer, que su trabajo como auxiliar de aseo en un Cesfam le consume todo el día y cuenta que le angustia no poder llevarlo a un liceo. “Están tan lejos (los establecimientos educacionales) y no me dan los tiempos. Me encantaría poder salir a dejarlo y a buscarlo después, pero si hago eso olvídate de la comida”, cuenta la mamá.


Anotación negativa para el sistema


Benjamín abandonó las clases y su deserción escolar es una herida abierta en el tejido de la sociedad que ilustra una red de protección estatal que no fue capaz de sostener la escolaridad de los niños y niñas de ese asentamiento ilegal.


La académica UDD y especialista sobre impacto social de la Pontificia Universidad Católica, Macarena Mackay, explica que la deserción escolar es la interrupción prolongada e indefinida del sistema educacional, producido por diversos motivos, ya sea económicos, laborales, sociales o derivaciones de adicciones. Sin embargo, existe la deserción “forzada”, la cual se produce por la reasignación de un lugar para vivir, priorizando la disponibilidad geográfica por sobre la educación, agregó.


Según las últimas cifras de 2023 del Ministerio de Educación (MINEDUC) la tasa de desvinculación escolar chilena es de 1.66%, lo cual corresponde a 50.814 estudiantes que no están registrados en el sistema educacional, l​​o que representa un incremento de 0,2 puntos porcentuales respecto a la tasa del año 2022.


Dibujo que hizo Benjamín sobre el día en el que fueron desalojados del campamento.


La Organización de Naciones Unidas (ONU), aseveró en su informe sobre “Desalojos Forzosos” (2014) que estos son desconcertantes para toda familia, pero son “especialmente traumáticos para la estabilidad de los niños”. Señalaron cómo la violencia, el pánico y la confusión que rodean estos desahucios dejan una huella profunda, que a menudo desencadenan trastornos postraumáticos que dificultan enormemente su aprendizaje y desarrollo sociocognitivo.


La madre explica que Benjamín se queda solo en casa, que ya no confía en dejarlo con otras personas, porque en ocasiones anteriores fueron imprudentes con su cuidado, aunque no quiso detallar de qué manera. A pesar de lo difícil que puede ser para un niño enfrentar esta soledad, a Fabiola le genera una paz amarga. 


El niño se levanta temprano todos los días, cuando su mamá se va al trabajo y cuando el sol se abre paso entre las paredes de madera y latón. Su rutina es siempre la misma: sale a caminar por los caminos polvorientos que bordean la toma. Ha aprendido a inventarse juegos, a veces con piedras, a veces con palos. En su improvisada pista, donde esquiva y vuela sobre escombros, con los brazos extendidos y sus puños al frente, lanza telarañas soñando con ser Spiderman en bicicleta. Hace tiempo que dejó de jugar a la pelota, aunque siempre ha querido jugar en la cancha de la toma, pero es tímido y no se acerca a los otros niños.



Isidora García, Directora Social de la fundación Techo-Chile, enfatizó en que el tema de niñez en campamentos es una cifra borrosa, donde no se sabe ni cuántos niños hay, ni en qué condiciones se encuentran. Lo que por ende, según la especialista, genera la falta de medidas y protocolos que protejan integralmente a los menores que residen en asentamientos ilegales. “¿Que sucede después, cuando los desalojan?, ¿A dónde se van? Lamentablemente esa respuesta nadie esta siendo capaz de darla”, señala con preocupación.


No hay una coordinación entre los distintos servicios del Estado para poder generar una respuesta integral para abordar las consecuencias sociales que estos desahucios traen a las familias”, agrega García.


Las matemáticas todavía le encantan a Benjamín, aunque se confunde con las divisiones. “Juego con palitos en el patio (gran terreno cercano a su casa con altos pastizales). Los pongo en el suelo, los cuento y los agrupo, como cuando la profe nos enseñaba en clase. Es bacán porque así no voy a repetir cuando vuelva al liceo”.




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